02 junio 2005

Cuento Japonés

Urashima Taro vivió, hace cientos y cientos de años, en una de las islas situadas al oeste del archipiélago japonés. Era el único hijo de un matrimonio de pescadores. Una red y una barquichuela constituían toda su fortuna. Sin embargo, el matrimonio veía compensada su pobreza con la bondad de su hijo Urashima. Y sucedió que cierto día el muchacho caminaba por una de las calles de la aldea, cuando de pronto vio a unos cuantos chiquillos que maltrataban a una enorme tortuga. De seguir de aquel modo mucho tiempo, hubieran acabado por matarla, y Urashima decidió impedirlo. Se dirigió a los chicos, y, reprendiéndoles por su mala acción, les quitó la tortuga. Cuando la tuvo en sus manos, pensó dejarla en libertad, y para ello fue hacia la playa. Una vez allí, la llevó a la orilla y la dejó en el mar. Vio cómo la tortuga se alejaba poco a poco, y cuando la perdió de vista, Urashima regresó a su casa. Sentía una gran satisfacción por haber librado al animal de sus pequeños verdugos.
Transcurrió algún tiempo desde aquel día. Una mañana, el muchacho se fue a pescar. Tomó el camino que conducía a la playa y cuando llegó puso la barca en el agua, montó en ella y remó hacia dentro. Llevaba largo rato remando y perdió de vista la orilla; decidió echar al agua su red, y cuando tiró para sacarla hacia fuera, notó que le pesaba más que de costumbre. Logró subirla, y con gran sorpresa vio que dentro de la red estaba la tortuga que él mismo echó en el mar, la cual, dirigiéndose a él, le dijo que el rey de los mares, que había visto su buen corazón, la enviaba para conducirle a su palacio y casarle con su hija, la princesa Otohime. A Urashima le entusiasmaban las aventuras y accedió muy gustoso. Juntos se fueron mar adentro, hasta que llegaron a Riugú, la ciudad del reino del mar. Era maravillosa. Sus casas eran de esmeralda y los tejidos de oro; el suelo estaba cubierto de perlas y grandes árboles de coral daban sombra en los jardines; sus hojas eran de nácar y sus frutos de las más bellas pedrerías. Hacia los asombrados ojos de Urashima avanzaba una hermosísima doncella: era Otohime, la hija del rey del mar. Le recibió como a un esposo y juntos vivieron varios días en una completa felicidad. Todos colmaban al pescador de todo género de atenciones, y entre tanta delicia, Urashima no sintió que el tiempo pasaba. No podía precisar desde cuándo estaba allí. ¿Para qué había de saberlo? No debía importarle. La vida en aquel lugar maravilloso le parecía inmejorable; nunca pudo soñar nada semejante. Pero sucedió que un día se acordó de sus padres. ¿Qué sería de ellos? Sin duda sufrirían mucho sin saber lo que había sido de él. Y desde aquel momento la tristeza se apoderó de todo su ser. Nada lograba distraerle; ya no encontraba aquel lugar tan encantador y hasta le pareció menos bello. Sólo deseaba una cosa: volver junto a sus queridos padres. Y así se lo comunicó una mañana a su esposa, cuando ésta procuraba por todos los medios averiguar la causa de su pena. Al decirle Urashima lo que quería, Otohime se entristeció; procuró convencerle de que se quedara junto a ella, pero nada logró. El pescador estaba firme en su propósito. Así, pues, prometió volverle a la aldea, y con un lucido cortejo le acompañó hasta la playa. Cuando al fin llegaron, la princesa entregó a Urashima una pequeña caja de laca, atada con un cordón de seda. Le recomendó que, si quería volver a verla, nunca la abriese. Después se despidió de él y con su acompañamiento se internó en el mar. Pronto Urashima la perdió de vista. Con la cajita en sus manos, miraba fijamente a las aguas. Así estuvo algún tiempo; después recorrió la playa.
De nuevo estaba en su pueblecito. Las mismas arenas, las rocas de siempre, el mismo sitio donde de pequeño tantas veces había ido a jugar; le parecía que su vida en la cuidad del mar había sido un sueño. Qué lejos todo aquello! Entonces encaminó sus pasos hacia su casa; pero cuando entró en la aldea no supo por dónde tirar. La encontraba completamente cambiada: no la reconocía. Las casas eran mas grandes; tejados de pizarra habían sustituido a los que él vio de paja. La gente se vestía con vistosos kimonos bordados. Parecía otro lugar. Y, sin embargo, era su pueblo; estaba seguro. La misma playa, las mismas montañas. Sólo las casas y la gente habían cambiado. Entonces decidió preguntar a unos muchachos en dónde se encontraba la casa del pescador Urashima, puesto que éste era también el nombre de su padre. Los muchachos no supieron responderle; no conocían a tal pescador. Entró en un comercio e hizo igual pregunta al dueño; pero le dijo lo mismo que los chicos: nunca había oído hablar de tal pescador, y eso que creía conocer a todo el pueblo. En esto acertó a pasar por un hombre que debía de tener muchos años, a juzgar por su apariencia. Era conocido por saber mil historietas antiguas del pueblo y conocer las vidas de sus antiguos habitantes. Urashima se dirigió a él, por indicación del dueño de la tienda y le preguntó dónde estaba la casa del pescador Urashima. El viejo no contestó; se quedó un momento pensativo, y al cabo de un rato dijo que casi lo había olvidado, porque habían pasado más de cien años desde que murió el matrimonio. Su único hijo decían que un día salió a pescar, y a partir de entonces nadie volvió a saber lo que le sucedió. Urashima empezó a comprender: mientras vivió en la ciudad del mar había perdido la noción del tiempo. Lo que le habían parecido sólo unos cuantos días habían sido más de cien años. No supo qué hacer; se encontraba completamente solo en un pueblo que, aunque era el suyo, le era absolutamente extraño. se dirigió a la playa; puesto que había perdido a sus padres, volvería con la princesa Otohime. Pero ¿Cómo llegar a ella? En su precipitación por ver a sus padres, olvidó, cuando se despidieron, preguntarle de qué medio se valdría para volver a verla. De pronto, recordó la cajita que tenía entre sus manos; se olvidó de que no debía abrirla, y pensó que, haciéndolo, quizá pudiera ir junto a Otohime. Desató sus cordones y la destapó. Al instante salió de ella una nubecilla que se fue elevando, elevando, hasta perderse de vista. En vano Urashima intentó alcanzarla. Entonces recordó la recomendación de la princesa; su atolondramiento le había perdido. Ya no volvería a verla. De pronto sintió que sus fuerzas le abandonaban, sus cabellos encanecían, innumerables arrugas surcaron su piel; su corazón cesó de latir, y, al fin, cayó al suelo. Cuando a la mañana siguiente fueron los muchachos a bañarse, vieron tendido en la arena a un hombre decrépito, sin vida. era Urashima que había muerto de viejo.
Todavía hoy algunos pescadores de ciertos pueblos del Japón cuentan a sus hijos, para que no sean distraídos, la leyenda del pescador Urashima.

01 junio 2005

"El Mar nunca cambia y sus obras, por mucho que hablen los hombres,
estan envueltas en el misterio."
Joseph Conrand
"Mar adentro, mar adentro, y en la ingravidez del fondo donde se cumplen los sueños, se juntan dos voluntades para cumplir un deseo.Un beso enciende la vida con un relámpago y un trueno,y en una metamorfosis mi cuerpo no es ya mi cuerpo;es como penetrar al centro del universo:El abrazo más pueril, y el más puro de los besos, hasta vernos reducidos en un único deseo:Tu mirada y mi mirada como un eco repitiendo, sin palabras:más adentro, más adentro, hasta el más allá del todo por la sangre y por los huesos.Pero me despierto siempre y siempre quiero estar muerto
para seguir con mi boca enredada en tus cabellos".

Ramón Sampedro
"He aqui el mar
El mar donde viene a estrellarse el olor de las cuidades
Con su regazo de barcas y peces y otras cosas alegres
Esas barcas que pescan a la orilla del cielo
Esos peces que escuchan cada rayo de luz
Esas algas con suenos seculares
y esa ola que canta mejor que las otras..."
Vicente Huidobro,
" Monumento al Mar"
El Tiburon y la Rémora.

El tiburón es temido por sus subalternos: vorazy tranquilo. Los peces se alejaban de él a lavelocidad que les daban sus aletas. Los seres delmundo marino lo juzgaban de cruel y glotón.El tiburón devora peces sólo cuando tiene hambre.Nadie lo había observado antes hasta que undiminuto pez lo miró detenidamente en el momentoque saciaba su hambre. Se dio cuenta de queuna rémora adherida a su costado comía del tiburón,y pensó que éste se veía estúpido al creer queengullía a su víctima por entero; siendo que la hábily astuta rémora dejaba que el trabajo principal,dentro de la cadena del alimento, lo hiciera el tiburón,para ella entonces saciar también su hambre.La rémora sentía que todo lo merecía y disimulaba.Sabía que por ella misma no sobreviviríaen ese mundo marino: tenía miedo, era de naturalezacobarde. Con miedo para trabajar, perezosa yvanidosa se creía descendiente del tiburón: ilusa,ella era sólo un parásito más.Astuta siempre pegada al costado del tiburón;bien sabía que si llegaba a darse cuenta de su posi-ción, la devoraría. Se reía de él creyéndolo un bobosin impresionarle su tamaño ni su voracidad.Yo, que los observo con mis grandes ojos depequeño pez, he decidido colocarme frente al tiburón,para que al mirar mis ojos le devuelvan comoespejo lo que ocurre a su costado. Así sorprendió ala rémora comiendo tranquila de su cuerpo. El tiburóncomprendió mi astucia de pez pequeño y merespetó. Se quedó quieto pensando que la rémoralo saboreaba y sorpresivamente se tragó a la rémoray sació así su hambre. Antes de irse el tiburónme miró a los ojos y se marchó. Yo aleteé de felicidady el ciclo alimenticio continuó, volviendo todoa la normalidad.Más tarde yo fui devorado por un pez más grande:yo lo sabía. El pez que me integró a su cuerpoera realmente hermoso, despedía luz propia; y yoaumenté su intensidad, pez al fin.

Guadalupe Ceron (1999)
El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!
¿Por qué me trajiste, padre,
a la ciudad?
¿Por qué me desenterraste del mar?
En sueños, la marejada
me tira del corazón.
Se lo quisiera llevar.
Padre, ¿por qué me trajiste acá?

Rafael Alberti
"Y el Capitán Nemo exclama: el mar no pertenece a los déspotas. En su superficie los hombres podrán aplicar leyes injustas, reñir, destrozarse unos a otros y dejarse llevar por horrores eternos. Pero a 10 metros bajo el nivel de las aguas, cesa su reinado, se extingue su influencia y desaparece su poder.
Ah, señor; vive, vive en el fondo de las aguas.
Ahí sólo existe la independencia.
Ahí no reconozco voz de amo alguno.
Ahí soy libre."

JULIO VERNE
"Necesito del mar porque me enseña: no sé si aprendo música o conciencia: no sé si es ola sola o ser profundo o sólo ronca voz o deslumbrante suposición de peces y navios. El hecho es que hasta cuando estoy dormido de algún modo magnético circulo en la universidad del oleaje. No son sólo las conchas trituradas como si algún planeta tembloroso participara paulatina muerte, no, del fragmento reconstruyo el día, de una racha de sal la estalactita y de una cucharada el dios inmenso.
Lo que antes me enseñó lo guardo! Es aire, incesante viento, agua y arena.
Parece poco para el hombre joven que aquí llegó a vivir con sus incendios, y sin embargo el pulso que subía y bajaba a su abismo, el frío del azul que crepitaba, el desmoronamiento de la estrella, el tierno desplegarse de la ola despilfarrando nieve con la espuma, el poder quieto, allí, determinado como un trono de piedra en lo profundo, substituyó el recinto en que crecían tristeza terca, amontonando olvido, y cambió bruscamente mi existencia: di mi adhesión al puro movimiento."

PABLO NERUDA

Buzo sentimental

Escuché el otro día que la nostalgia es propia de las culturas que tienen una concepción del tiempo en forma lineal, pues claro nada de lo que ocurrió algun día volverá a repetirse...
La nostalgia me pone sentimental, me pone a buscar cualquier tontera que se parezca a estar debajo del agua. Lo que sea, una imagen, una noticia, un recuerdo, un sonido o tal vez alguna palabra. Con todo este sentimentalismo encima he de inaugurar hoy esta sección de "Palabras Mojadas".
Advertencia: solo apta para buzos sentimentales.